UN CINÉFILO
DE ALTO VUELO
DE ALTO VUELO
Cuando llegan las primeras inquietudes en nuestra adolescencia llena de entusiasmo y voluntad desbordante, ocurre un sin fin de cosas que nos atesora el espíritu; vivimos una etapa inolvidable que nos hace suspirar de nostalgia ahora que lo recordamos. Quién no recuerda que cuando niños queríamos ser: “Batman”, “Superman” entre otros personajes de moda de los “cómic”, la televisión o el cine que por esos años todavía conservador y puritano leíamos y veíamos. En muchos casos sólo permitido para mayores de edad y gente acomodada. Claro, un niño no sabia nada de estas cosas, y ver una película en el cine o la televisión era toda una tentación que uno no podía perdérselo.
Recuerdo que a mi padre le gustaba mucho las funciones circenses, y a mi madre en cambio el cine siempre fue su fascinación al cual asistíamos por lo menos tres veces a la semana.
Esta afición desenvuelta – preferentemente - por el cine me llevó en mi niñez a ver películas casi todos los días, ya que en los años sesenta estaban de moda las funciones de seriales continuadas de “Tarzán”, “Maciste”, así como de películas mexicanas que en provincias se proyectaba de lunes a domingo, y por supuesto no todos los días nuestros padres nos daban dinero para asistir a cada una de las funciones. Era todo un reto para los niños agenciarse de los cincuenta centavos que costaba la media entrada para el “Cine Municipal” o el “San Martín”, peor aún si no cumplíamos con las tareas de la escuela o los mandados de la casa, estábamos prácticamente chantajeados por nuestros padres, sino también por nuestros hermanos mayores o los amigos más grandes que nos ilusionaban con encontrar una fórmula para solucionar este “problema” de adición al cine, ya que la televisión por esos años recién había llegado al pueblo y pocas familias podían ostentar uno en su sala.
Pero llegó esa oportunidad para el grupo de amigos del cual formaba parte; Pedro el más avezado e intrépido había descubierto que era posible entrar al cine por la puerta de escape del cine que daba al garaje municipal, y que permanecía cerrado casi todo el tiempo, lleno de vehículos malogrados y materiales de trabajo, lo único que teníamos que hacer era trepar una pequeña pared d e adobe semidestruida y bajar por una mata de ciruela que florecía al otro lado de la cerca.
La primera vez que lo intentamos salió a la perfección, la segunda ocasión también, hasta que en la tercera oportunidad alguien se dio cuenta de nuestra presencia, entonces los guardianes nos pillaron tratando de abrir la pequeña puerta; fui cogido debajo de uno de los carros viejos en donde me había escondido, y recibí como castigo una somera paliza que aún recuerdo, mientras que mis amigos escaparon asustados a sus casas.
Nunca más lo intenté por ese lugar, sino esta vez por el techo....
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