Santiago Hermitaño Casimiro, junto a su hermana en una fiesta en Honor a San Santiago en Lima, en el año 2007 |
EL ENCUENTRO
Dedicado a: Reyno Hermitaño Casimiro
con motivo de su partida inevitable.
Dedicado a: Reyno Hermitaño Casimiro
con motivo de su partida inevitable.
Entre el recodo abrupto del camino a La Palma, se bifurcan dos sendas angostas, pedregosas; Una hacia la parte baja del río y otra serpentina hacía lo alto de la montaña. Allí dos hombres se entrecruzaron en medio de un amanecer sombrío; cúmulos de nubes algodonados, semioscuros brillaban anunciando una lluvia tenaz, prolongada.
Ambos llevaban prisa que no les dio tiempo para hacer un alto y saludarse; apenas si se miraron y con la vista uno de ellos asintió un leve reconocimiento que muy pronto el fuerte chirriar de los grillos hicieron olvidar.
El primero de ellos era joven y bajaba trémulo a grandes pasos con la cara desencajada por la angustia. Hacia semanas que por su trabajo en la mina no sabia nada de su esposa que se encontraba en días de parto, era primeriza y vivían lejos del poblado más cercano, y eso le preocupaba. En cambio el segundo caminante, maduro era diferente; subía con pasos calculados y en su mirada profunda dejaba entrever malicia que su rostro cetrino no podía ocultar.
La lluvia amenguó un poco su gravitante poder y el efecto deslumbrante de los primeros rayos exacerbaron el ánimo ponderado de los hombres. En horas de la tarde la calma retornó lo que permitió que la gente se hiciera nuevamente al campo. En esta circunstancia los dos hombres volvieron a encontrarse entre el lodazal intransitable de una peligrosa ladera que la casualidad los volvía a juntar.
Eran los mismos viajeros que horas antes se habían cruzado, pero esta vez, uno venía borracho, encharcado de lodo con la mirada absorta, perdida; en cambio el mozo tenía el caminar lento con los ojos llorosos y el espíritu abatido.
Ambos se reconocieron e hicieron un alto forzoso en medio de un roquedal que cómo cornisa los protegía de la lluvia; hubo un primer silencio que el más viejo balbuceante, rompió;
.- ¡Soy un desgraciado ... maté a mi mujer y a su amante, porque los
Encontré durmiendo juntos... ¡
Volvió el silencio a cubrir todo el contorno agreste que los rodeaba;
Entonces, botella en mano el primero y casi cayéndose le ofreció un trago de licor al joven minero, qué cómo un autómata recibió, y sin mediar palabra alguna se lo llevó a la boca hasta secarlo en medio de gruesas lágrimas que cubrían sus grandes ojos negros, se recostó a una roca y levantando la mano con voz entrecortada, dijo:
.- ¡Yo soy otro desgraciado, llegué a mi casa justo cuando estaban
Velando a mi pobre esposa... ¡
Está confesión inusual tranquilizó un poco el ánimo ya que habían desfogado inconscientemente su desgracia que los unía, identificándose ambos como unos hombres marcados por la desdicha. Entablaron una breve conversación y comenzaron a caminar lentamente en una misma dirección; buscaban más alcohol. Muy cerca de allí se detuvieron para comprar en un pequeño “tambo” el
Bálsamo que calmara sus penas y sufrimiento.
Minutos después, ambos apenas podían sostenerse abrazados, caían y se levantaban hasta que sorpresivamente apareció un tropel de caballos en veloz carrera por la parte curva más estrecha del camino que no les dio tiempo para guarecerse y evitar el peligro: ambos fueron pisados y barridos, cayendo en el inevitable y profundo cause del río que fue la tumba para los infortunados hombres que el tiempo y el destino juntó para siempre.
(Relato inèdito)
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